Este fragmento de "La esclava instruida" se leyó con motivo del día del libro en Zalacaín.
Primero, agradezco a Isabelle que contara conmigo para tan emotivo evento. Gracias por el esfuerzo e ilusión que pones en cada cosa que haces.
Gustara más o gustara menos este fragmento a los asistentes (no sólo el sentido de las palabras, sino también cómo lo leyera una servidora), el caso es que debo decir (y lo digo tremendamente orgullosa) que el trasfondo, el alma, la esencia de ese fragmento tan difícilmente escogido llegó de seguro a dos personas que en la sala se encontraban.
Cuando acabé de leer y aquellas dos chicas -jovencísimas- me pidieron con los ojos llenos de júbilo la reseña de aquellas palabras que modestamente leí, supe que estaba ante dos nuevas devotas de esa maravillosa novela. Sé que José María estaría orgulloso.
Yo, por mi parte, me siento feliz. Gracias.
Después, rendida, rendido, nos quedamos el uno junto al otro,
acariciando débilmente con nuestros dedos nuestros cuerpos. Encendí un
cigarrilo, te lo puse en los labios y encendí otro. Te contemplé junto a
mí, espléndida, brillante de sudor y saliva y semen, con el pelo
revuelto y los ojos cerrados, abrasada por el placer; me vino a la
cabeza una palabra, gallega, la más hermosa que conozco, para significar
el brillo de la Luna sobre las aguas: “ardora”. Y esa belleza, esa
criatura excepcional que yo había modelado en lo grandioso, era mía,
“quería” ser mía. Y esa mujer magnifica me deseaba, me amaba. Abriste
tus ojos, tu boca se estremeció y me besaste, y yo supe que todo estaba
bien, que todo había estado bien, que todo estaría bien.
Me miraste –ah, tus ojos, tiernos, misteriosos, impuros, indiferentes y llameantes- y tus ojos me acariciaron como poco antes lo habían hecho tus labios lamidos, tu lengüecita caliente. Poderosa y descarada, tu fantástico poder resplandecía con la furia de una erupción volcánica en aquella fabulosa complicidad conmigo, tu igual, una sola carne ya para siempre, altar de la sexualidad, del placer, del esplendor. Eras un ser lujoso y depravado y bestial y santo y magnifico. Eras la vida, el rostro más invulnerable y hondo y divino de la vida. Me besaste con un beso largo, inacabable, sin retorno.
-Nunca como hoy has sido el vampiro –me dijiste.
Metiste una cinta con La ofrenda musical a Federico el Grande.
La tarde había caído. La ciudad –fue la primera vez en casi cuatro años que miramos por aquel ventanal- se velaba en un crepúsculo que hacía fantasmales los edificios, y empezaba a iluminarse, nocturna, lejana, fría, incomprensible.
Me levanté.
-¿Quieres una copa?
Me pediste un gin-tonic y empezaste a vestirte. Yo puse el 27 para piano de Mozart.
-Allí está todo –te dije-. Todo lo que sabía. Todo lo que era.
Me miraste. Miraste por el ventanal mientras bebías tu gin-tonic. Después, como Greta Garbo en Cristina de Suecia, acariciaste los muebles de aquel apartamento, las paredes, la cama húmeda y que olía a nosotros. Y mirándome con una sonrisa de absoluta felicidad, de estar ya por completo en paz con la vida, contigo misma, con una sonrisa que por un instante fue toda la dicha, me dijiste, parafraseando dos textos que tú muy bien sabías cuánto amo yo:
-Quien venga después, reinará como un malvado.
Y, ya en la puerta, te volviste, mirándome, y había amor en esos ojos: “Soy, como la Fatmé Montesquieu, libre por l´avantage de mi cuna, y tu esclava por la violencia del amor”.
Y saliste. Alejandro Magno no llegó tan lejos.
Querida, ya eras indestructible.
Me miraste –ah, tus ojos, tiernos, misteriosos, impuros, indiferentes y llameantes- y tus ojos me acariciaron como poco antes lo habían hecho tus labios lamidos, tu lengüecita caliente. Poderosa y descarada, tu fantástico poder resplandecía con la furia de una erupción volcánica en aquella fabulosa complicidad conmigo, tu igual, una sola carne ya para siempre, altar de la sexualidad, del placer, del esplendor. Eras un ser lujoso y depravado y bestial y santo y magnifico. Eras la vida, el rostro más invulnerable y hondo y divino de la vida. Me besaste con un beso largo, inacabable, sin retorno.
-Nunca como hoy has sido el vampiro –me dijiste.
Metiste una cinta con La ofrenda musical a Federico el Grande.
La tarde había caído. La ciudad –fue la primera vez en casi cuatro años que miramos por aquel ventanal- se velaba en un crepúsculo que hacía fantasmales los edificios, y empezaba a iluminarse, nocturna, lejana, fría, incomprensible.
Me levanté.
-¿Quieres una copa?
Me pediste un gin-tonic y empezaste a vestirte. Yo puse el 27 para piano de Mozart.
-Allí está todo –te dije-. Todo lo que sabía. Todo lo que era.
Me miraste. Miraste por el ventanal mientras bebías tu gin-tonic. Después, como Greta Garbo en Cristina de Suecia, acariciaste los muebles de aquel apartamento, las paredes, la cama húmeda y que olía a nosotros. Y mirándome con una sonrisa de absoluta felicidad, de estar ya por completo en paz con la vida, contigo misma, con una sonrisa que por un instante fue toda la dicha, me dijiste, parafraseando dos textos que tú muy bien sabías cuánto amo yo:
-Quien venga después, reinará como un malvado.
Y, ya en la puerta, te volviste, mirándome, y había amor en esos ojos: “Soy, como la Fatmé Montesquieu, libre por l´avantage de mi cuna, y tu esclava por la violencia del amor”.
Y saliste. Alejandro Magno no llegó tan lejos.
Querida, ya eras indestructible.
José María Álvarez
Gracias por existir, por ser siempre tú, por desnudarte mientras recitas La esclava instruida de un poeta mayor como J. M. Álvarez. Piensa que mientras lees a Álvarez, te estás leyendo a ti misma, todo es sucesión en Literatura, todo fue amor en tu sonrisa mientras el publico atónito eschó ese fragmento.
ResponderEliminarF. Hernández
Creo que uno de tus libros favoritos y que has saboreado con frenesí. Un besito
ResponderEliminarAños atrás tuve la suerte de que este libro me cayera en las manos, es de una belleza impresionante y justo este trozo se me grabo en la mente como las letras finales mientras la invoca como la más bella mientras espera su retorno…Maravilloso
ResponderEliminarSí, cierto: es maravilloso. Me alegro de que te llegara tanto como a mí. Saludos, Esther!
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