A Hyde,
always here.
Amy Winehouse murió a los veintisiete años por
culpa del alcohol, las drogas o ambas cosas. Murió triste, estoy segura. Acababa
de empezar su carrera, como quien dice. Lamenté mucho su muerte, y además
coincidió en un momento determinante en nuestras vidas: decidimos dejarlo.
Amy suponía para mí más que una cantante de soul, más que una buena voz y unas
buenas notas. Cuando sacó su primer disco, yo te conocí, y empezaron nuestras
visitas y encuentros. Nos tirábamos horas escuchando su Back to black tirados en la cama, y sus canciones nos servían de
telón de fondo para aquellos polvos lentos y pausados que nos gustaba echar a
veces. Aquella
londinense de pelo extravagante y llena de tatuajes cantaba al aparato: We only say goodbye with words… Aquella
canción me arañaba el alma. A veces, cuando estaba dos o tres días sin verte,
no podía oírla: me mataba el tiempo sin ti, la ausencia de tus manos.
Cuando Amy murió, me entristecí mucho. Lamenté
su muerte tanto como la celebré en vida a mi manera, haciendo honores en la
cama con su voz de fondo. Amy murió, y lo nuestro, en cierto modo, también. En
el coche, después de volver de Hungría, oímos la noticia por la radio. Nos
miramos. Sin decir nada. Amy había muerto.